Si no conoces a Theodor Kallifatides (Grecia, 1938), te cuento que hasta 2019 los hispanoleyentes no pudimos acceder a él en nuestra lengua. Entonces, Galaxia Gutenberg publicó Otra vida por vivir, con traducción de Selma Ancira, que de algún modo podría considerarse el contraplano, una continuación o una extensión de este libro que ahora reseño. Un nuevo país al otro lado de mi ventana es un ensayo sobre la relación de Kallifatides con su país de adopción, Suecia, y con la cultura sueca, y Otra vida por vivir es un ensayo sobre la relación del autor con su país de origen, Grecia, y con la cultura griega.
La publicación de Otra vida por vivir fue un relativo éxito y desde entonces esta editorial ha recuperado y publicado varios libros de Kallifatides, entre ellos Timandra. Solo una pequeña parte de sus decenas de libros, entre los que quizá los que más repercusión tuvieron son del género policiaco.
El original es de 2001, en sueco. En 2002 se publicó en griego. Y de esta versión es la traducción. Hablar del bilingüismo de Kallifatides y de con qué lengua escribe cada libro es fundamental porque precisamente uno de los elementos que aborda en ambos ensayos es su relación con el sueco y con el griego.

Un nuevo país al otro lado de mi ventana
Autor: Theodor Kallifatides
Traductora: Selma Ancira
Editorial: Galaxia Gutenberg
Páginas: 128
Año de publicación: 2023 (original: 2001)
En Otra vida por vivir, que fue el primero de sus libros escrito directamente en griego después de cincuenta años, habla del momento en que se puso a escribirlo, tras un viaje a su tierra natal. Es un pasaje largo pero creo que merece la pena porque enmarca la relación del ser humano con su lengua materna y por lo tanto con su cultura. Cuenta cómo escribe las primeras líneas en griego:
Desde la primera palabra sentí cierta dulzura, como si hubiera comido miel. Dulzura y alivio.
No escribía. Hablaba. Una palabra se unía a la siguiente como si fueran hermanas gemelas. No tenía miedo de cometer errores, aunque sabía que los cometería. Era mi idioma. No me sentía cohibido, no tenía necesidad de impostar la voz.
Con el sueco, idioma que amaba y amaré siempre, no había alcanzado esa inmediatez. Seguramente no la alcanzaría jamás. Lo llevaba puesto en la cabeza como una corona de espinas. El resultado no era ni mejor ni peor. Era distinto.
En ese momento lo entendí. Mi primera lengua es palpitación. La segunda, cavilación. La primera brotaba de mis entrañas, la segunda de mi cerebro. El problema era ensamblarlas.
Cambié de nuevo el idioma en el ordenador y escribí las primeras frases en sueco intentando ser lo más fiel posible a lo que quería decir en griego.
No resultaba. Para que fuera un buen texto en sueco, debía modificarlo. ¿Qué era lo que había que cambiar exactamente? Lo primero, el ritmo. El griego fluía de una forma, el sueco de otra. Lo segundo, los tiempos. El imperfecto no existe en sueco. Lo tercero, la palabra «Navidad», que en sueco no tiene relación ninguna con el nacimiento de Cristo.
Me desesperé.
La conclusión era sencilla. Cada lengua tiene su manera de ser escrita. No era nada nuevo para mí, pero una cosa es saber que así es y otra vivirlo. Hola al principio pensaba que escribía el mismo libro en dos lenguas. Ahora veía que estaba equivocado. Jamás era exactamente lo mismo. Simplemente eran parecidos entre sí.
Volví al griego.
Al cabo de poco comprobé que estaba escribiendo, sí, en griego, pero estaba pensando en el lector sueco. En esos lectores para los que había escrito durante tantos años. Y así, el resultado era un texto falso. Esa complicación no se me había ocurrido nunca.
La conclusión es muy simple.
Cuando sabes lo que quieres decir, puedes decirlo en todas las lenguas que conoces.
También puedes guardar silencio en todas las lenguas que conoces.
Pero cuando no tienes nada que decir, lo dices mejor en tu lengua materna”
Esto que Kallifatides escribe en 2016 podría ser la continuación de una larga conversación sobre el idioma que podemos imaginar el autor griego mantuvo desde su llegada a Suecia en 1964. En Un nuevo país al otro lado de la ventana dice con rotundidad:
Para mí, como escritor, la única lengua que cuenta, es la lengua en la que escribo”
Y a lo largo del texto deja otro par de reflexiones sobre el lenguaje:
La experiencia de todo pueblo está preservada en su lengua. Esta es lava que brota del volcán de su alma. Por eso, aprender a fondo otra lengua es como hacer un gran viaje a otra conciencia y a otra manera de ver el mundo y la vida”
Y otra:
Existen muchas diferencias entre la lengua griega y la sueca. Pero las que definen a una cultura son solo dos: la ontología y la lógica.
¿Cómo es el mundo en cada idioma? Esa es la pregunta ontológica.
¿Cómo está organizado el mundo en cada idioma? Esa es la pregunta lógica.
El sol griego es masculino, de pelo corto y ensortijado.
El sol sueco es femenino, de pelo largo y lacio.
Esto, como ejemplo. Podría citar cientos. Con la luna sucede lo contrario. Para los griegos es una beldad, para los suecos, en cambio, es un viejecito cansado.
Estas imágenes nos transportan a ciertas propiedades. Y estas, a su vez, a cierta estética. Y esta, a su vez, aunque no siempre de forma evidente, a una determinada ética”
Ser extranjero, construir mitología
Toda esta reflexión sobre la relación entre la persona y su forma de expresarse no deja de ser una indagación en la identidad individual y colectiva. Porque al final es de lo que este libro trata, del intento de Kallifatides por entenderse mejor.
“La mejor manera de aceptar aquello en lo que te has convertido es recordar lo que eras”, dice en las primeras líneas del texto.
Su condición de extranjero es uno de los ejes en los que pivota el trabajo de desenredar la madeja. El otro, aplicable a todo el mundo, es el de la tradición, cómo la mitología personal marca nuestra vida.
Al parecer, la relación que tenemos con nuestra mitología personal sigue una órbita. Al principio no la vemos, después la comprobamos y al final creemos que nuestra vida es el resultado de ella.
En otras palabras, necesité más de cuarenta años para descubrir que muy en el fondo de mi alma ya existían los senderos y los caminos que seguiría a lo largo de toda mi vida. Cualquier cosa que aprendiera entretanto no era lo suficientemente fuerte como para cambiar mi rumbo. Mi tren rodaba libre de influencias, tirado por ese olor impreciso sobre unos rieles ya existentes.
Eso es lo que en esencia significa pertenecer a una tradición. Algunas personas consideran pesimista este parecer, casi calvinista y piensan que el hombre es capaz de superar lo que ha heredado.
Pero ¿por qué debe ser ilimitada la libertad o por qué debemos poder adoptar cualquier forma que deseemos, como Proteo? Y, si podemos, ¿cómo se construye una sociedad? ¿Cuando atravesamos ese punto crucial que hace de la libertad barbarie o de la falta de libertad esclavitud?”
Y sobre lo mismo, desliza esta otra reflexión:
No había entendido bien el significado de la mitología personal hasta que participé en un Congreso de gerontología en la Universidad de Lund. Todos los investigadores coincidían en que la mitología de cada persona es el mayor apoyo que esta tiene cuando la vejez se acerca y sobre todo si está en un país extranjero.
Tener idea de qué determinó nuestra vida, saber por qué fue como fue, es tan necesario como el viento para el navegante. La manera de enfrentar la senectud y poco después la muerte depende de la mitología que tengas, la que da sentido a tu vida, la que la pone en el marco correcto, aún si el cuadro no lo pintaste solo”
Durante los días que leía Un nuevo país al otro lado de mi ventana pasaba por mis manos y mis ojos un breve ensayo publicado por Katz Ediciones sobre el negacionismo del Holocausto. Si Auschwitz no es nada, se titula, de Donatella Di Cesare.
En esta crítica del negacionismo e incluso de quienes debaten de igual a igual con la negación del crimen, la catedrática italiana de filosofía habla de la acusación del antisemitismo hitleriano en Mein Kampf:
Los judíos falsean y mienten, haciéndose pasar por alemanes, franceses, etc., mientras son “extranjeros”, haciendo creer que son lo que no son, ocultando su nada constitutiva”, dice el libro. “Después de la Shoa, mientras se niega que el exterminio haya tenido lugar, el judío sigue siendo visto como el extranjero que corroe, contamina, envenena, con la estrategia político-cósmica de conseguir el dominio del mundo”.
Y yo pensaba en torno a este dolor del desarraigo, el de Kallifatides, el de los judíos, que quizá el secreto de la libertad y de la búsqueda de nuestra identidad sea precisamente vivir un poco como extranjeros de nuestra propia vida, extranjeros en nuestro entorno. Puede que para algunos eso sea una impostura, puede que incluso acabe convirtiéndose en una forma de esnobismo. Es un riesgo, pero creo que necesario, ante el peligro de vivir las vidas que otros quieren para nosotros.
Es como yo siento que me hubiera gustado vivir lo que llevo de vida y cómo querría vivir lo que me queda. Quizá sea porque tengo un temperamento más contradictorio, con gusto por llevar la contraria, por inclinación, no por virtud. Y hay personas que son más felices completamente integradas. Intégrense entonces, pero dejen vivir a quienes no queremos definirnos por corpus morales, por religiones, por banderas o por territorios. Mi patria es mi lengua, como decía el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki. Y mi patria son mis afectos.
También es cierto que, como dice Kallifatides hablando de los prejuicios positivos, casi voluntaristas, que podemos tener sobre un país, sobre las personas, “no existe ninguna razón por la que tengamos que volver a inventar toda la experiencia humana. Los chinos tienen razón. La mayoría de los hombres aprenden de sus errores. Los inteligentes aprenden de los errores de los demás”. Supongo que eso hace que no debamos lamentar hasta la náusea los posibles errores de nuestros ancestros, los de nuestros padres. Esa carga mitológica de la que quizá nos gustaría liberarnos.