Recuerdo una noche de 1991. No sé de qué mes. La imagen de José María Carrascal comenzando el informativo nocturno de Antena 3, su voz nasal y el ritmo pausado y particular, un aire como de personaje fordiano: “Las tropas serbias han entrado en Croacia como el cuchillo en la mantequilla…”. Recuerdo también, antes, o después, una tarde soleada de agosto de 1991 en la ribera de un río en un pueblo del Bierzo. Me faltan detalles en la memoria. Solo la radio sonando, quizá a través de la puerta abierta de la Nissan Vanette plateada que por entonces tenía mi familia, informando sobre el golpe de Estado militar en Moscú, la fracasada revuelta contraria a la desmembración de la URSS, mientras disfrutábamos de un feliz día de campo. Recuerdo a Yeltsin sobre un tanque. Las manifestaciones en defensa de la democracia. Pero ya no sé si mi memoria las recrea a partir de las crónicas radiofónicas, de las imágenes televisivas que luego vimos o de alguna fotografía del periódico, que mi padre compraba todos los días. Todas, imágenes que se mezclan como en la cabecera de una serie televisiva de época.
Lo cierto es que aquellos eran años muy convulsos, traumáticos, para esa entidad indefinible que conocemos como Rusia y todos los estados que habían estado bajo el gobierno directo o la influencia más o menos clara del régimen soviético. Pero para mí tienen mucho que ver con un collage de imágenes y sensaciones.
El fin del Homo sovieticus
Autora: Svetlana Aleksiévich
Traducción: Jorge Ferrer
Editorial: Acantilado
Páginas: 656
Año de publicación original: 2013
Año de la traducción: 2015
Desde entonces, no había profundizado en aquella época, los hechos y su significado en la historia de la civilización occidental y del mundo. Quizá hay algo en mí que desprecia la actualidad y solo la considera digna de interés cuando se convierte en pasado. Un pasado lo suficientemente lejano temporalmente para empezar a considerarlo Historia, lo que para mí significa que tenemos la suficiente perspectiva e información contrastada para empezar a formarnos una idea mínimamente rigurosa de lo que sucedió. O quizá es simplemente desinterés.
La invasión de Ucrania ordenada por la Rusia liderada por Putin ha despertado mi interés por conocer un poco mejor la situación y tener así más elementos para elaborar un juicio propio. Supongo que trasteando por internet, buscando listas de libros relacionados con el conflicto, salió a mi encuentro El fin del Homo sovieticus, magnífico libro de la periodista y Nobel bielorrusa Svetlana Alexandrovna Aleksiévich, que recoge testimonios de personas de diferentes territorios de la antigua URSS, entre 1991 y 2012. Si inicialmente esa recogida pudo tener un carácter documental, periodístico, ha terminado configurando el intento de trazar el mapa de una identidad común, tal vez para entender por qué hay una nostalgia del comunismo entre los jóvenes.
La civilización soviética… Me apresuro a dejar testimonio de sus huellas. De esos rostros que conozco tan bien. No hago preguntas sobre el socialismo, sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez, o sobre la música, los bailes, los peinados, sobre infinidad de detalles de una vida que ha desaparecido. Esa es la única forma de mostrar, de adivinar algo, inscribiendo la catástrofe en un contexto familiar. Nunca deja de sorprenderme lo apasionante que puede ser una vida humana cualquiera. O la infinidad de verdades que esgrimen los hombres, cada uno la suya. A la historia solo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas, no se les suele dar cabida en la historia. Pero yo observo el mundo con ojos de escritora, no de historiadora. Y siento una gran fascinación por el ser humano.”
Estas palabras del prólogo, el único momento en el que Aleksiévich se manifiesta con cierta extensión, pues luego desaparece, haciendo uso únicamente de brevísimas acotaciones en ciertos momentos, reflejan una de las grandezas de este libro. Una geografía de emociones que se traza a partir de historias, a partir de retazos de vida. Catástrofes inscritas en un contexto familiar: guerras, persecuciones, pobreza, esperanzas y decepciones… El fin del Homo sovieticus, que podemos considerar literatura con todas las de la ley, se convierte así en un inventario de historias y personajes que, para un apasionado de la narrativa clásica como yo, deja la sensación de enfrentarse a un material crudo -aunque se nota el trabajazo de edición- para un novelón contemporáneo que se pudiese adscribir al linaje de obras como Guerra y paz o Vida y destino.
¿Qué es Rusia? ¿Qué es la URSS?
La desorientación identitaria de quienes vivieron bajo el régimen soviético, desmembrado y a continuación desgarrado por guerras de tintes nacionalistas y raciales, es el hilo que subyace a buena parte de las historias que se recopilan. Esa es una de las raíces del desencanto ruso con la llegada de la democracia y el capitalismo, que -sienten- les ha despojado de valores profundos para prometerles a cambio un contexto de libertad que iba a traer el bienestar material pero que, para la mayoría, se ha convertido en pobreza y opresión por parte de las oligarquías y los gánsters.
Toda la vida estuvimos construyendo el socialismo y ahora dicen por la radio que el socialismo terminó. Pero ¿qué hay de nosotros? Porque nosotros seguimos aquí, ¿no?
Lo dice una mujer que vivió los tiempos de Stalin y la guerra contra los nazis. A continuación, el testimonio de una médica de 57 años, nostálgica ya en los años 90 del régimen comunista:
Fuimos terriblemente felices. Ahora, viéndolo desde la distancia, estoy profundamente convencida de ello. Éramos niños pobres e ingenuos, pero ni lo sabíamos entonces, ni teníamos envidia a nadie. (…) Creíamos siempre que mañana estaríamos mejor que hoy, y pasado mañana mejor aún. Teníamos todo un futuro por delante. Y un pasado. ¡Teníamos de todo! (…) Puede que aquello fuera una cárcel, pero yo me sentía más a gusto en aquella cárcel de lo que me siento ahora (…) ¡El pasado no fue una puesta en escena teatral! ¡Fue nuestra vida! ¡La mía! ¿Acaso pueden tratar así la vida que tuve?
Y todo a pesar de que poco después, ella misma, recuerda el relato de su madre sobre un viaje de vacaciones a Crimea durante los años de la colectivización y el Golodomor en Ucrania que empujó a sus habitantes “a morir de hambre por negarse a ingresar en las granjas colectivas” y casos como el de aquella madre que “mató a uno de sus hijos a hachazos para cocinarlo y darlo de comer a los demás”.
El alma rusa es grandilocuente, apasionada, tiene un sentido trágico de la vida, sufriente, aspira a la trascendencia.
El ruso es franco, más dado a la cavilación que a la acción. Y es capaz de contentarse con muy poco. Lo suyo no es el ahorro, pues le aburre ahorrar. Posee un sentido de la justicia muy aguzado. Es un pueblo de bolcheviques. Y por si fuera poco, a los rusos no nos basta con vivir y punto: tenemos que vivir para algo. Queremos participar de algo grande, algo que nos trascienda como individuos. Entre nosotros resulta más fácil encontrar a un santo, que a un hombre honrado y de éxito. Leed a los clásicos rusos y lo veréis.
La idea de que Rusia debe crear algo extraordinario y mostrarlo al mundo jamás nos abandona. La convicción de ser el pueblo elegido. La idea de una vía rusa, exclusivamente rusa.
Leyendo estos párrafos es inevitable pensar en Dostoievski, pero también en la ambición de contener a toda la humanidad en los relatos costumbristas de Chéjov, en figuras tolstoianas como Vronski, Anna Karenina, o en Lara y Zhivago… “Ahora ya no queda nadie que hable del espíritu”, dice alguien.
Otros testimonios, por supuesto, alaban el cambio, especialmente entre los recogidos en los años 90, cuando todavía viven de las esperanzas que supone la caída del régimen soviético. Más tarde los hay decepcionados, resentidos con Gorbachov, con Yeltsin.
Una parte importante del libro lo compone el relato de las consecuencias de las guerras entre quienes se consideraban -a la fuerza- hermanos bajo la bandera soviética. Azerbayán, Osetia, Ucrania, Georgia, Chechenia, Tayikistán… Las consecuencias de todas estas guerras se superponen sobre las persecuciones, los castigos y los dolores sufridos durante décadas de dictadura. Se puede así comprender un poco mejor lo que sucede en Ucrania. Y ser conscientes de que los salvajes relatos de violencia que estos días conocemos podrían ser parte de este libro.
Tratar de resumir este magnífico documento literario e histórico en una entrada de blog es como el empeño del ángel que intentaba apresar el mar en un agujero de la playa. Habría que transcribir el 80% del libro para mostrar su riqueza. Hay testimonios escalofriantes, conmovedores, verdaderas manifestaciones de humanidad y también de inhumanidad (inevitable pensar en Si esto es un hombre de Primo Levi cuando se habla de la maquinaria represiva soviética y la necesidad de miles de verdugos, personas corrientes, para hacerla funcionar), reflexiones profundísimas, recreaciones de momentos históricos recientes, palabras dolientes de víctimas y de familiares de víctimas… Es este un libro duro, aunque no tengo la impresión de que Aleksiévich busque el morbo o se regodee en las miserias y tragedias de unos personajes a los que su mirada autoral nunca juzga. Es una obra que perdurará.