En el prólogo a El infinito viajar, Claudio Magris reflexiona sobre el viaje y el cronista de viajes. Para el intelectual italiano, el escritor-viajero “desciende como un arqueólogo a las diversas capas de la realidad, para leer también los signos ocultos bajo otros signos, para recoger tantas existencias e historias como sea posible y salvarlas del río del tiempo, de la supresora ola del olvido, casi construyendo una frágil Arca de Noé, al mismo tiempo irónicamente consciente de su precariedad”.
Es posible que Manuel Astur (Sama de Grado, 1980) se refiera a este tipo de viajero literario al abrir La aurora cuando surge (Acantilado, 2022) con esta afirmación categórica: “no, desde luego esto no será un libro de viajes”.
Para Magris, el escritor-viajero busca dejar testimonio de otras personas y otras culturas. Y, en efecto, aunque en el libro de Astur se narra el viaje a lo largo de Italia del autor y su pareja, el contexto italiano es casi lo de menos, algo habitualmente circunstancial, un paisaje delante del cual lo que parece importar es el yo y sus sentimientos. En este caso vertebrados en torno a dos ideas: el duelo por la reciente muerte del padre y la conciencia de ser poeta.
Frente al escritor Magris que busca “leer los signos”, el escritor Astur se proclama demiurgo: “las señales las escribo yo”.
La aurora cuando surge
Autor: Manuel Astur
Editorial: Acantilado
Colección: El Acantilado (Ensayo)
Páginas: 197
Año de publicación: 2022
Este libro es el quinto publicado por Manuel Astur, el segundo en Acantilado, después de la recomendable novela San, el libro de los milagros (2020). Además, ha publicado un poemario, otra novela y el ensayo Seré un hermoso anciano en un gran país (Sílex Ediciones), en 2015, que curiosamente se podría ver como un precursor de Feria en cuanto relato autobiográfico de alguien ya de vuelta de la vida malasañera que apela a una vuelta a las esencias y la tradición, con un resultado menos redondo, eso sí, que el que logra Ana Iris Simón.
La aurora cuando surge tiene algo de poemario sin serlo. Y no lo digo por las breves poesías que Astur intercala a lo largo del texto, que rara vez me interesan, sino por el empeño constante en llevar las metáforas más allá, en encontrar comparaciones e imágenes plásticas novedosas para contar la realidad, con el yo como protagonista absoluto. Son fantásticos aciertos que sostienen la fuerza del relato.
Por ejemplo:
Una estrella fugaz le hace una carrera a la media de la noche y rasca las paredes cubiertas del hollín de mi experiencia, dejando al descubierto un rayón de luz más blanca que duele como una herida nueva.
Por ejemplo:
Ahí fuera la tarde es amplia y clara y la sombra fresca bajo los pinos duerme como una serpiente digiriendo el tiempo que se acaba de comer.
Por ejemplo:
La luz amarilla del ocaso metiendo sus dedos ancianos entre la hierba seca.
O:
La alegría ha penetrado hoy en mí como el sol en la uva.
O este otro:
Sicilia es una tortuga con el caparazón lleno de moluscos muertos que creyeron ser sus dueños.
Es en estos momentos cuando Astur brilla más, hablando en tono quedo, tierno, poético. Generalmente en relación con la naturaleza. El mismo que ya disfrutamos en la gran novela San, el libro de los milagros. Me interesa menos cuando su discurso y su mirada sobre la realidad tienen un punto aleccionador, moral, que me recuerdan a Seré un hermoso anciano en un gran país. Me aleja de la obra también el subrayado de su condición de poeta como elegido frente a otros, frente a los turistas que no son capaces de ver lo que él ve, frente a la masa de la que quiere apartarse.
Odia recordar por qué sabe las cosas cuando es por algo por lo que los demás también lo saben.
La seguridad de considerarse elegido es un poderoso motor vital, especialmente cuando esa vocación viene de algo que nos trasciende. La divinidad, lo eterno. Cada cual escoge la mitología que sostiene su cosmovisión y por lo tanto sus horizontes vitales. Astur opta por la condición de poeta.
Todo poeta ha sentido la totalidad. En algún momento del final de la infancia, ha comprendido lo permanente. De esa experiencia, de ese conocimiento no pedido ni buscado se nutren nuestras iluminaciones y nuestros sueños más profundos. Nos hemos asomado a lo eterno y lo eterno se ha asomado a nosotros. Lo eterno nos ha atravesado y vaciado como Hércules limpió las cuadras de Euristeo. Todas nuestras palabras son un intento de volver a creer que nuestra casa sigue siendo un hogar. Todas mis palabras son un intento de llenar esa ausencia con mi propia religión. Mis palabras son el intento de volver a construir un lugar donde amar.
Es esta, la condición de poeta, algo que le une a su padre muerto, sobre cuya lápida se leerá precisamente eso: “Poeta”. Un profesor de instituto, escritor de una novela, al que Astur evocará en recuerdos amables. Quizá en la acucia del autor por expresar su condición de poeta, por encontrar una epifanía en cada momento, está esa necesidad del autor de recoger el testigo paterno, la obligación de completar una obra no realizada.
Esa búsqueda de la constante emoción poética, como he dicho antes, pone de manifiesto la faceta de poemario-no poemario de La aurora cuando surge. Es en ese sentido recomendable una lectura pausada, a sorbos. (No como yo, que hube de leerlo apresuradamente para poder hablar de él en el episodio del pódcast El libro del año.)
La literatura del viaje
Para mí, la idea de viaje es la misma que la de la lectura de un libro o la de conocer a una persona. El deseo de vivir otras vidas, siquiera sea durante un tiempo, entrar en otros multiversos de nuestra propia existencia. En ese sentido supone la apertura a la sorpresa, a dejarse influir por lo que se ve, lo que se oye, lo que se huele, lo que se siente. La realidad exterior se proyecta en mí y yo debo estar abierto a ella. Algo que echo de menos en La aurora cuando surge. De nuevo: no es un libro de viajes. El que avisa no es traidor, dirá Astur.
En su periplo, el narrador de este libro adopta una pose que es ya casi un lugar común. La conciencia de ser viajero frente a la masa turista. Queremos ser únicos, originales, y transitar caminos no trillados, vías alternativas a las que recorre la mayoría. Aspiración natural para la literatura y para el viajar. Decir/experimentar las cosas de un modo diferente, propio. Hay también en ello un deseo loable de tener intimidad en lugares hermosos para conectar con la realidad, con la belleza. Nos gustaría pensar que cuando estamos en Italia somos los antiguos protagonistas del Grand Tour.
Goethe en Roma, Dickens en Cinque Terre, Virginia Woolf en Ravello, Gide en Amalfi, James en Perugia… El ficcional Charles Ryder en Venecia. Pero no. Somos clase media que gracias al low cost hemos salido de nuestro burgo. “La resaca de la gran borrachera romántica”, como dice agudamente el mismo Astur.
Desde ahí arriba no se ven los turistas que comen helados y se hacen fotos en sitios únicos y desconocidos mundialmente famosos. (…) Estamos en los márgenes del folleto. Sobre los acantilados, lo bastante lejos del mar o de la playa como para que sólo venga quien realmente quiere venir.
Taormina es uno de los pueblos más turísticos de Sicilia, pero seguramente no muchos de los turistas que pasean por su calle principal y que hacen cola para visitar su teatro griego saben que su fama se debe a que a finales del siglo XIX se convirtió en un oasis de los bohemios y homosexuales.
Yo confieso que también me he sentido mejor despreciando a otros turistas. Por eso hago propósito de enmienda y reivindico buscar la bonhomía de no desdeñar al turista con sandalias y calcetines (que, por cierto, puede ser el mayor experto del mundo en arqueología fenicia). De disfrutar de mi comunión con los lugares visitados sin necesidad de reafirmarme frente a otros.
“La verdad es que yo empezaba a preferir la excelencia intelectual a la moral”, confiesa con tono contrito John Henry Newman en la Apologia pro vita sua. Siempre la tentación de pensar que se es mejor persona por tener más lecturas o una mayor sensibilidad para intelectualizar las emociones.
El viaje anticipado
Me gusta mucho del viaje también la expectación, la expectativa. Prepararlo, prepararme. Leer sobre el lugar al que voy, empaparme de su historia. Seguro que algunos piensan que eso te llena de prejuicios. Es cierto. Pero como la persona enamorada quiere saber más de aquella persona a la que ama, conocer más del pasado de los lugares que visito me fascina. Me ayuda a penetrar mejor el lugar al que voy. Si el viajero con sensibilidad puede hacer de la emoción una realidad intelectual, también las capas de historia, realidad intelectual, pueden crear emociones sobre lo físico.
Me gusta la literatura de viajes, para quizá aprender a mirar sobre lugares en los que quiero estar o he estado o como poco para disfrutar en la distancia de lugares a los que no he ido. Igual que me gustan vuestras fotos de Instagram en lugares hermosos. Me ayudan a fantasear con el futuro y a mirar la realidad con otros ojos.
Por eso, antes de terminar, os dejo tres recomendaciones de libros de viajes: L’infinito viaggiare, de Magris, del que no me atrevo a recomendaros traducción, una recopilación de artículos sobre ciudades que el italiano visita en su labor de conferenciante, siempre con una mirada historicista, antropológica; Guía para viajeros inocentes, del que escribí aquí con extensión, un referente pionero de la literatura de viajes con un Twain desatado, afilado, a veces insoportable, pero casi siempre brillante; Segretti d’Italia, de Corrado Augias, un repaso por diferentes ciudades y regiones italianas a partir de sus libros y autores.