Es misión fundamental de la crítica y del periodismo culturales elevar el listón del arte, de la creatividad y del talento de quienes crean obras que aspiran a perdurar. En lo que se refiere a literatura, tengo la sensación de que, por diferentes circunstancias que sería necesario analizar con rigor y minuciosidad y que incluyen a instituciones, empresas, medios de comunicación y periodistas, en España tenemos un problema con este tema. La crítica literaria no importa demasiado a una audiencia amplia, no genera debates, no está empujando a que se eleve el nivel medio… En general es complaciente, cuando no está claramente al servicio de empresas e instituciones, provocando además el desafecto del público lector, que se siente engañado por un periodismo que parece trabajar al servicio de los departamentos de marketing y los gabinetes de comunicación privados y públicos, de los poderosos, en definitiva.
A mi modo de ver idealista, el periodismo cultural tiene una responsabilidad enorme, que en España no está cumpliendo. Descubrir, prescribir, generar debate… a veces solo pido que se lean los libros de los que se habla, a cuyos autores se entrevista, y que no sean siempre los de los grandes grupos editoriales.
Digo todo esto porque 2023 comenzó con el rostro y las palabras de Ray Loriga en muchas páginas de medios, en portadas de suplementos literarios, en programas de televisión (haz la prueba en Google con “ray loriga entrevista”). Edu Laporte me propuso leer su nueva novela para el pódcast y allá que fuimos. Como tantos consumidores de información cultural habrán hecho. Enorme decepción me llevé.
Hay quien defenderá que habiendo tantas buenas propuestas en las mesas de novedades, no es necesario dedicar tiempo, palabras, entradas de blog o pódcasts a hacer juicios negativos de una novela. Pienso que cuando las guías informativas y críticas encumbran una obra que nos resulta pobre, como es el caso, hay algo de deber en la crítica. Siendo uno creador juega con fuego, lo sé. Argumentos que cualquiera puede utilizar contra mi trabajo, que se pueden volver contra mí. Sea, mientras se hagan por criterios literarios y no rencores personales o enconos absurdos.
Creo que el texto de la contracubierta de la novela de Loriga ilustra muy bien cierta anodinez de la novela entera. Habrá quien pretenciosamente pueda defender que es un distanciamiento a lo Camus, pero a mí da la impresión de pereza estilística, de arbitrariedad, de randomness sin brillo:
Alguien quiere morir. Ya no es joven, y se pregunta para qué otro día más, por muy privilegiada, divertida y amable que aún sea su vida. Alguien quiere amar. No sabe con certeza si le corresponden, si sus sentimientos serán entendidos, si tiene siquiera derecho a expresarlos. Alguien viaja. Visita ciudades, playas, bares, fiestas exóticas, cabañas al borde del agua donde pasar la noche bebiendo y riendo. Alguien ilustra unos libros preciosos y alguien se ocupa de editarlos. Trabajan sin prisas, con admiración mutua, con cierta sensación decadente de existir en un mundo que desaparece. Alguien ha tenido un grave problema de salud, se levanta despacio, se tienta la ropa y decide aprovechar la segunda oportunidad. Alguien gusta, despierta deseo, está siempre de paso en la vida de los demás, sonríe, paga la cena. Alguien es el mejor amigo y la persona favorita de otro. Alguien quiere morir”
Somos de colores. No tenemos ni nombre.
Cualquier verano es un final, de Ray Loriga, es la historia de la relación entre dos amigos. Yorick, el protagonista, que viene de rozar la muerte por un ictus (como el propio autor) y Luiz, alguien que tontea con la idea del suicidio asistido. Yorick es editor de clásicos ilustrados para niños y Luiz es un diletante. A partir de esa cercanía con la muerte, Yorick recordará momentos vividos con su amigo y algunas relaciones en torno a él.
El amor de amistad entre hombres y la muerte
Temáticamente, de la novela me interesa cómo se plantea inicialmente el amor sin miedos de ambos amigos, incluso sensual. Algo aparentemente rompedor en Loriga, cuyo personaje ha sido seguidor del modelo Hemingway, Bukowski, etc. Sin embargo, se queda en el incipit e incluso en algún momento parece sentirse obligado a mostrar una masculinidad más clásica, como si necesitase contrarrestar (se puede ver en la página 46, cuando emplea el lenguaje bélico para hablar de su relación). En ese sentido, podría haber sido una novela de exploración de la masculinidad, de las relaciones entre amigos, y quizá lo quiere ser, pero no hallo ingenio, agudeza o luminosidad en la puesta en escena de esa relación.
Tampoco explota otro de los grandes temas: el deseo de quitarse la vida. Es más, me parece que se trata con una insustancialidad y frivolidad curiosas. No me creo el personaje de Luiz, ni siquiera como un provocateur. En un momento dado afirma que la felicidad le resulta nauseabunda, porque eso supone que el futuro será peor, y que por eso se plantea la eutanasia. Me cuesta conectar con un personaje que no siendo racionalista y estando en la cincuentena y siendo feliz quiera morir, no me creo esa ligereza, esa asepsia. El personaje de Luiz, que se supone que es magnético y especial, una suerte de Jay Gatsby teñido de tristeza lisboeta, no me parece tal, aunque el narrador se empeñe en repetirlo una y otra vez.
Creo que se intenta hablar de algunas cuestiones interesantes, originales, pero la ejecución es pobre, como cuando en la página 144 tiene resaca moral por haber hablado mucho, haber sido muy pesado, en una noche de juerga.
No había leído nada de Ray Loriga, a pesar de que lleva en el paisaje literario desde mi adolescencia. En esos años 90, en los que dio sus últimos coletazos el sueño de vivir de la literatura de calidad, del escritor como una estrella del rock, cuando los videojuegos o internet todavía no habían multiplicado las opciones de ocio, narrativa y entretenimiento y la lectura podía ser una posibilidad, y una posibilidad de prestigio. Son los años de Mañas, Loriga, Lucía Etxebarria, Benjamín Prado, Espido Freire, Juan Manuel de Prada… La generación Kronen o la generación X, la llamaron, aunque es absurdo mezclar a Espido Freire con Prada o con Prado o con Mañas. Años en que los premios literarios todavía tenían un prestigio cultural, valga la redundancia. Quizá incluso los últimos momentos del Herralde como un faro literario.
En fin, me encantaría leer un análisis con cierta profundidad de qué ha pasado con la literatura en las últimas décadas. Al menos en España, porque yo veo los libros que nos llegan traducidos y hay obras de un nivel elevadísimo. Si habías pensado leerte Cualquier verano es un final, te sugiero otras novedades realmente interesantes como Un lugar para Mungo, de Douglas Stuart; Las voces de Adriana, de Elvira Navarro, o La tercera clase, de Pablo Gutiérrez. O los libros de Rachel Cusk y Rivka Galchen de los que ya hablé.